Reseña/

 

Gilles Lipovetsky

La sociedad de la decepción. Entrevista con Bertrand Richard

Editorial Anagrama. Barcelona, 2008. 127 pp.

 

Gilles Lipovetsky es uno de los más prestigiosos sociólogos franceses contemporáneos que empieza su andadura intelectual hacia fines de los años setenta con su libro La era del vacío. Desde entonces hasta sus más recientes libros, El imperio de lo efímero, Los tiempos hipermodernos, o este ultimo que reseñamos, ha permanecido atento a la contemporaneidad buscando explicar “las lógicas que orquestan las transformaciones del presente social e histórico desde una perspectiva a largo plazo” (p. 19).

 

En La sociedad de la decepción se encuentran las claves más importantes del trabajo de Lipovetsky. Escribe en un momento en el que las recetas del marxismo y sus interpretaciones estructurales de lo societario eran lo habitual. Él las encuentra insuficientes para comprender el funcionamiento de las sociedades desarrolladas. Su encuentro con Alexis de Tocqueville le aportará el sustento epistemológico para entender la nueva sociedad democrática y su creciente individualismo, apartándose de las ideologías de la sospecha en boga.

 

La segunda modernidad o la segunda revolución democrática —a las que hace referencia Lipovetsky— le han dado un giro particular a nuestro tiempo. No basta hablar de modernidad o de consumo, términos apropiados para el escenario naciente después de la Revolución Francesa. Lo adecuado ahora sería hablar de hipermodernidad y de hiperconsumo: “todo o casi todo el mundo vive en un contexto de apremio de las necesidades y de bienestar, todo el mundo aspira a participar en el orbe del consumo, el ocio y las marcas. Todos, al menos en espíritu, nos hemos vuelto hiperconsumidores. Los educados en un cosmos consumista y que no pueden tener acceso a él viven su situación sintiéndose frustrados, humillados y fracasados” (p. 29).

 

Un mercado que ofrece de todo y a todos genera continuas expectativas que inducen al consumidor a vivir en un estado de insatisfacción perpetua: desea comprar y tener más. Pero curiosamente, cuanto más se multiplican las decepciones y las frustraciones de la vida privada, “más se dispara el consumismo como consuelo, como satisfacción compensatoria para levantar el ánimo”. La sobreabundancia de ofertas y el debilitamiento de los vínculos tradicionales (religión, gremio profesional, clase social, etc.) generan un estilo de vida muy particularizado e individualista en gustos, gestos y relaciones personales. Asimismo, el sentimentalismo, así como las relaciones temporales más que las de largo plazo o las de toda la vida, ganan espacio e incrementa el ejército de solitarios que caracteriza a las grandes ciudades, en proporción directa con el incremento de las mascotas. Y no podía ser de otro modo, dado que hemos depositado “en el otro esperanzas tremendas, pero el otro se nos escapa, no lo poseemos, cambia y nosotros cambiamos” (p. 39).

 

La democracia tiene, también, su punto de consagración y de desencanto. Consagración en primer lugar, tanto en el terreno externo, tras la caída de su gran rival, el comunismo; como en el campo interno al eliminar las pasiones nacionales y los arranques revolucionarios. Los derechos humanos, de igual modo, se han impuesto como el referente inamovible de cualquier pretensión que intente afincarse en la vida social. Pero también hay desencanto y es en este ámbito en donde se puede apreciar “la fórmula químicamente pura del individualismo hipermoderno: amplio desinterés por la política y dedicación a las alegrías privadas” (p. 65).

 

Lipovetsky no considera que el fin de la edad de oro de lo político tenga que lamentarse, dado que entiende que hay más proyectos que pueden alumbrar la existencia humana: “la creación, la investigación científica, los descubrimientos científicos y técnicos, la búsqueda de la felicidad individual. No estamos condenados a desilusionarnos porque se hayan agotado los grandes proyectos mesiánicos (…) El fin de la historia no se producirá esta semana, pues la historia no es únicamente política: los asuntos que construirán el futuro (la educación, la relación entre los sexos, el trabajo, la vida cotidiana, etc.) no dejarán de inventarse y reinventarse” (p. 81).

 

La espiral de la decepción que recorre la sociedad contemporánea no es nada halagüeña. El cambio del homo politicus al homo felix ha dado origen a una sociedad satisfecha, pero débil. No se trata ya de cambiar el mundo, basta con viajar, hacer deporte y huir de las enfermedades. Y ante la insatisfacción e infelicidad que tarde o temprano llega, la sociedad de consumo presenta su receta: consume otras cosas, busca distraerte. Su farmacopea no da para más.

 

Lipovestky es consciente de esta limitación y aun cuando rehúye a todo moralismo, entiende que debe reducirse la pasión consumista, “no porque sea el mal, sino porque es excesivo o exagerado y no puede satisfacer todos los deseos humanos, que no son sólo deseos de goce inmediato. Conocer, aprender, crear, inventar, progresar, ganar autoestima, superarse, figuran entre los muchos ideales o ambiciones que los bienes comerciales no pueden satisfacer. El hombre no es sólo un ser comprador, también es un ser que piensa, crea, lucha y construye” (p. 123).

 

El análisis de la hipermodernidad que Lipovetsky hace es agudo y sugerente y aquí está su mejor acierto. Formado en un talante liberal se encuentra cómodo en una sociedad que privilegia el espíritu libertario de la gente, pero observa que faltan los referentes de sentido: la fragmentación a la que lleva el consumo no es sostenible en el largo plazo. Queda una larga tarea que en parte corresponde a la educación y en parte al gobierno, a fin de abrir horizontes que amplíen los intereses y pasiones de la gente, volviendo a poner puntales de referencia intelectual desde una perspectiva verdaderamente humanista. Es de esperar que las investigaciones de Lipovetsky continúen en esta línea para salir de esta fiebre del hiperconsumo.

 

Por Francisco Bobadilla Rodríguez
francisco.bobadilla@udep.pe

 

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