Vol. XV

2016

Author:

Jorge Miguel Rodríguez Rodríguez. http://orcid.org/0000-0001-9077-6416

Artícle

 

Traits of the journalist figure in the first treaties about journalism in Spain. Towards a professional identity (1891-1912)

 

 

(Text in Spanish)

 

1. Introducción[1]

 

Durante el siglo XIX no existieron manuales de periodismo que establecieran pautas de escritura a las que debían someterse los textos periodísticos. No se hablaba de géneros periodísticos porque el periodismo era un mosaico de viejas y nuevas modalidades discursivas vinculadas a la retórica, la oratoria, la didáctica y la poética en general (Palenque, 1996; Morales Sánchez, 1999, García Tejera, 2006, y Mancera, 2011). El periodismo no contaba con una preceptiva profesional propia. Dado que las publicaciones periódicas acogían una gran variedad de tipos de texto, los tratados de retórica y preceptiva literaria decimonónicos tenían dificultad para situarlos en una determinada categoría discursiva. Por ello, en un primer momento, concluyeron que se trataba de formas extrañas y bastardas del discurso literario tradicional (Salaverría, 1998; Rodríguez 2008 y 2009 a y b). Incluso quienes defendían el estatus del periodismo como género literario (Pacheco, 1845; Sellés, 1895 y Fernández Flórez, 1898) coincidían en se trataba de un género literario de segunda categoría, que nunca alcanzaría el nivel estético de las grandes obras poéticas (Rodríguez, 2008)[2].

 

 

1.1. Hacia un estilo periodístico

 

Durante el siglo XIX, el tono ilustrado del XVIII pasa un segundo plano. En los diarios de comienzos de siglo se impone la palabra mordaz, agresiva y polémica, una voz más acorde con el periodismo ideológico ejercido en defensa de posturas políticas encontradas, como, por ejemplo, el liberalismo y el absolutismo.  El estilo provocador y cáustico también se hará extensivo a la esfera cultural, en la que destacarán las discusiones entre el romanticismo, clasicismo, realismo y naturalismo. Francos Rodríguez (1924, p. 33) dice que

 

se asomaron a la prensa cuantos tenían hambre y sed de notoriedad, ganas de desperezarse mentalmente (…) El hombre de ciencia quería que se le escuchara; el literato que se le oyese; el trivial, que sus frases distrajeran; el impetuoso, que sus arrebatos impresionaran, hablando todos a un tiempo, pero sin algarabía, cada cual a los suyo y conforme a su inclinación.

 

El formato de los periódicos impuso una nueva manera de contar las historias reales o imaginarias, tanto en la forma como en el contenido. Pronto se hablará de un estilo periodístico  caracterizado por una cuestión medular de los textos publicados en la prensa periódica: la brevedad, rasgo que –junto con la claridad y la sencillez–  se convertirá en una de las la señas de identidad del lenguaje empleado en los diarios.

 

Es así que los periódicos empiezan a publicar innovadores géneros literarios que nacen en las páginas de los diarios y revistas: novelas por entregas, poesías, ensayos, impresiones de viaje, crónicas teatrales y taurinas, artículos de costumbres, folletines, etc. (Cazzotes y Cremades, 1997, p. 43). El laconismo discursivo condicionado por el soporte –que exige concisión y ligereza– actúa como elemento configurador de los nuevos formatos y del lenguaje literario. Se produce un trasvase entre formato periodístico–formato literario, estilo periodístico–lenguaje literario y viceversa. Romero Tobar lo dice claramente: “Hay un nuevo estilo del lenguaje periodístico que, evolucionando a la par de los estilos en los géneros literarios, ilumina de forma deslumbrante sobre las pautas de comportamiento de la lengua literaria” (1987. p. 99). Pero, a la vez, el redactor –inmerso en un periodismo incipiente, sin reglas ni preceptivas propias– asume los nuevos estilos literarios como modelo para contar sus historias.

 

1.2. La imagen desdeñosa del periodista

 

Sin embargo, por su escasa formación,  los periodistas rasos tuvieron una muy mala reputación entre los literatos encumbrados que también publicaban en la prensa. Este hecho (y otros que corresponden a la misma naturaleza de la profesión periodística: la urgencia con que se recopila la información sobre complejos acontecimientos, la obligada brevedad de los textos que los relatan, lo cual deviene en composiciones endebles en cuanto a veracidad y valor estético, etc.) explicaría, en parte, por qué los literatos con mayúsculas intentaban distanciarse de los burdos reporteros, a quienes consideraban una raza de plumíferos de incierta especie. Al periodista se le encasilló como un hombre de medianías profesionales, un advenedizo que deambula en tierras habitadas durante milenios por los sabios y doctos (la escritura y los libros). En contraparte, el literato encarnaba el ideal de maestro de la escritura estética que eleva la mente y el espíritu (Rodríguez, 2009a).

 

Ese desdén se reflejaba en los tratados de los preceptistas decimonónicos, quienes solo consideran como literatura a las creaciones que se adaptan a un ideal de belleza estética y de pureza lingüística, alcanzada sólo por una determinada clase de escritos de elevado nivel artístico. El periodismo, fruto de la improvisación, de la superficialidad, y de las urgencias del momento; una actividad, en fin, plagada de errores en la escritura, contravenía las pautas estéticas  de composición estilística.

 

1.3. Hacia una identidad profesional

 

Esa consideración desdeñosa va a cambiar en la última década del siglo XIX y los inicios del XX cuando los hombres de prensa se miran a sí mismos y empiezan la tarea de esbozar los primeros tratados de periodismo en España[3], en los que se configuran las señas de identidad del oficio informativo. Buscaban diferenciarlo de otro tipo de actividades culturales que, como la literatura, compartían la palabra como herramienta de trabajo, así como los periódicos y las revistas como medios de difusión.

 

Frente a los preceptistas literarios y retóricos que actuaban como guardianes de una literatura canónica, entendida como expresión de elevada calidad lingüística, lírica y didáctica, los primeros tratadistas del periodismo eran periodistas fraguados en las redacciones de los periódicos, y son  conscientes de las ventajas de tener un perfil mediano para los fines divulgativos de su oficio. Entienden que este ha sido fundamental en las principales transformaciones socioculturales, políticas y estéticas en España. Conocen la fuerza arrolladora de la prensa, y, en contrapartida, consideran injusto el desprecio que padecen aquellos que trabajan exclusivamente como repórters, y que no tienen pretensiones artísticas.

 

2. Objetivos y metodología

 

Siguiendo una línea de investigación  que profundiza en las relaciones entre periodismo y literatura España durante los siglos XVIII, XIX y XX, el autor de este trabajo ha acometido un estudio comparativo de obras en las que explícitamente se aborda el objeto de estudio desde una perspectiva multidisciplinar que pone en diálogo tres ámbitos afines: la Periodística, la Filología y la Historia. En estos dos últimos campos existe sólida bibliografía que aborda el protagonismo de la prensa en las transformaciones culturales y sociales tanto en el XVIII (Aguilar Piñal, 1988; Álvarez Barrientos 1990, 1995 y 1998; François López, 1985, 1995,  2003; Urzainqui, 1995, 2003; Alonso Seoane, 2000, 2004;  y Palomo, 1997), como en el siglo XIX (Aradra,1997; Carnero, 1995, 1997; Cazzotes, 1997; Ezama Gil, 1992; González Herrán, 2002; Palenque, 1998; Revilla, 2002; Romero Tobar, 1987; Rubio Cremades, 1995, 1997; Ruiz-Ocaña, 2004; Seoane; 1997, 2002; entre otros). Auxiliado de esos cimientos se publicaron unas primeras investigaciones centradas en el enfoque del periodismo literario, interesado en desgranar cómo se fue fraguando la especulación sobre la hibridez de los textos que son, al mismo tiempo, periodismo y literatura (Rodríguez, 2007; 2008; 2009a, 2009b, y 2010). Había quedado pendiente, sin embargo, la publicación de un análisis comparativo de los primeros tratados y manuales de periodismo. El objetivo inicial era, como en las primeras investigaciones, conocer en qué términos se habían referido a las relaciones entre periodismo y literatura. Aunque pronto se advirtió que apenas tocan el tema, adquirió relevancia comprobar que en esas obras se diseña el mapa genético sobre la profesión. Por ello, el objetivo principal de este trabajo es trazar una cartografía sobre la identidad del periodista y del periodismo, sin perder de vista nuestro objeto de estudio, lo cual nos permite apuntalar un período fundamental en la Periodística española: el que va de 1898 a 1912.

 

El primero que se ha considerado para el análisis es Manual del perfecto periodista (1891), de los hermanos Ossorio y Gallardo, pues, a pesar de que autores como Cantavella (2004, p. 451) consideran que “no es un tratado sistemático de redacción, ni mucho menos” (además de que sus autores “se toman a chacota lo que hacen algunos periodistas desaprensivos”), es el primer libro en España que aglutina lo que se había dicho de manera dispersa sobre el periodismo hasta entonces. Poco se le ha tenido en cuenta en los estudios de Periodística, quizás porque se le califica como una obra satírica –los autores la escribieron en clave humorística–, pero interesa para esta prospección porque en ella se trazan las primeras pinceladas sobre la identidad del periodista y del periodismo en una nueva etapa histórica. Más allá de la hipérbole y la sátira esconde datos reveladores, y, por su novedad e instinto, se equipara a las primeras obras de comienzos de la nueva centuria. Estas son: el Tratado de periodismo, de Augusto Jerez Perchet (1901); El periodismo, de Modesto Sánchez Ortiz (1906); El arte del periodista, de Rafael Mainar (1906); Las luchas del periodismo, de Salvador Minguijón (1908), y El libro del periodista, de Basilio Álvarez (1912)[4].

 

Como se ha mencionado, en esos años, los tratadistas no elaboran teorías sobre las distinciones entre periodismo y literatura, porque la situación de ese periodo exige plantearse cuestiones de mayor calado, en correspondencia con los cambios experimentados por el periodismo en la era industrial, y su protagonismo en todas las esferas de la vida. Por ejemplo, se preguntan cuál es la misión social de la profesión, cómo debe ser la relación entre la prensa, el poder económico y la política, las implicaciones de concebir al periodismo como empresa, y, en consecuencia, como actividad lucrativa; el problema de los salarios exiguos del informador… En suma, reflexionan sobre un quehacer que refleja la sociedad en la que vive: un periodismo “grande y miserable, virtuoso y lleno de vicios, procaz y comedido, culto y grosero, pequeño y abnegado”. Todo esto “revuelto y confuso” (Sánchez Ortiz, 1906, p. 17).

 

Ante ese panorama, se advierte una preocupación incipiente con respecto a la formación de los hombres de prensa, hecho que denota una clara consciencia sobre su estatuto social y cultural, en contrapartida con el menosprecio de la élite culta de los siglos XVIII y XIX. Ello se evidencia en el reclamo cada vez más constante –desde el último tercio de la etapa decimonónica– para que el periodismo adquiriese el rango de carrera profesional reglada. Fernando Araujo y Gómez, por ejemplo, fue el primer español que ofreció un curso metódico sobre periodismo, en 1877, en la Universidad de Salamanca (Benito, 1982). El propio Araujo publicó un artículo en La España Moderna donde deja constancia de su labor pionera (1899). Luis Royo Villanueva escribió, también en 1899, el artículo “La escuela de periodismo”, en el que expone la pertinencia de que este oficio sea una carrera profesional impartida en centros académicos. A su vez, la Asociación de la Prensa de Madrid creó unas cátedras de periodismo que no tuvieron éxito, según ha documentado María Luisa Humanes (1997). En cuanto a los primeros tratadistas del periodismo, Jerez Perchet exhorta al Estado a “dotar las Universidades de nuestro país con cátedras de Periodismo” (1901, p. 85). Sánchez Ortiz, más comedido, afirma: “No pido que el periodismo se convierta en carrera universitaria”, pero reconoce de inmediato “la necesidad de dar al periodista una preparación adecuada a sus funciones, como sucede en Estados de mayor cultura”, porque [el periodismo] “requiere de los grados más altos de la inteligencia y de sentido moral” (1903, p. 18). Minguijón, escéptico, afirma que las escuelas de periodismo “no nos inspiran grandes entusiasmos (…) Cada redacción es un escuela. La realidad enseña más que la ficción. Además serían tan temibles los periodistas que tuvieran título… y que no tuvieran sentido común…” (1908, p. 227-228).

 

El periodismo como género literario solo suscita unas breves alusiones entre algunos autores: “Género literario es el periodismo”, dice tajante Minguijón (1908), remitiéndose al hecho cultural decimonónico que considera literaturas a todo lo escrito. Mainar ya se había preguntado, ecléctico, dos años antes: ¿En qué género literario incluir el periodismo? (…) Nada más sencillo, en ese, en el periodismo, y, si mucho me fuerzan, diré más: en ninguno o en todos” (1906, p. 84). Una respuesta pragmática que deja traslucir la dificultad de adscribir los textos publicados en el periódico a una única modalidad discursiva, pues, según los preceptistas literarios de entonces, esas creaciones basculaban, como se ha mencionado, entre la oratoria política, la didáctica y la poética. Mainar parece conceder que, como soporte y medio que acoge y difunde todas las modalidades de expresión escrita, el periodismo adopta cuantas formas literarias existen.

 

En esas obras, pues, se diseña el ‘mapa genético’ de la profesión, y se advierten tres aspectos en los que los tratadistas ponen especial acento para diferenciar el periodismo de las piezas de naturaleza ficticia:

 

a) Insisten en que el periodismo debe limitarse a expresar hechos verdaderos, a diferencia de lo que sucedía en el siglo XIX, etapa en la que, en los periódicos, fue común mezclar la ficción con la realidad (Ezama, 1992). Ahora hablan explícitamente de ética y, como tendencia general, condenan la fabulación de las historias. Se exige al periodista, en la medida de lo posible, ser testigo ocular de los hechos. La figura del reportero encarna el afán testimonial de la profesión.

 

b) Utilizan términos que designan con mayor precisión al profesional que ejerce la actividad informativa, y distinguen a este de otro tipo de escritores que publican en los diarios, como es el caso de los literatos, quienes componen piezas con afán estético y fabulador.

 

c) Enaltecen la medianía educativa del periodista raso, porque se adapta muy bien a las necesidades de divulgación del periódico. En contrapartida, afirman que la elevada formación de los literatos doctos que escriben en los diarios dificulta llegar a la mayoría de lectores. Consideran que el papel de los sabios es, por tanto, menos valioso para el periodismo informativo que la figura del reportero. Ello en directa alusión a los intelectuales que, desde el siglo XVIII, desdeñaban la falta de conocimientos profundos de los redactores[5].

                                                                

3. El despertar de la conciencia ética

 

A diferencia de los eruditos que colaboraban periódicamente en los diarios, los tratadistas conocen por dentro el periódico, las fatigantes jornadas de una redacción y los entresijos de la faena periodística. Esa experiencia profesional los llevó a plantear una distinción nuclear que ponía fin a uno de los puntos clave de la indefinición genérica entre los textos literarios y los periodísticos: la diferencia entre realidad y fabulación, tema que poco preocupó a los preceptistas del siglo XIX, porque entonces no existían códigos deontológicos ni preceptivas periodísticas que lo vedaran, pues la profesión aún se encontraba en una etapa germinal en la que todavía no se habían establecido las reglas a las que se debían someter los textos periodísticos. Como afirma Palenque (1996, p.195), “entre ser periodista y literato, construir ficción y difundir información, entre la tribuna política o la cátedra y la prensa no hay límites definidos a lo largo del siglo XIX y esta ambigüedad permanece, aunque matizada, en los primeros años de la presente centuria [siglo XX]”.

 

La mayoría de tratadistas de principios del siglo XX, defiende que el periodismo se ajuste a la veracidad, dado que la profesión trata sobre hechos reales que afectan a personas concretas. En esos libros se atisba la gestación de una conciencia ética del quehacer informativo, como lógica consecuencia de su naturaleza referencial. Sánchez Ortiz habla explícitamente del “sentido ético” del periodismo (1903, p. 5), que “la verdad y la justicia” deben mover al periodista, aunque la verdad “se relata de veinte maneras” (pp. 58-59). Minguijón, por su parte, afirma categórico: el periodismo “ha de reflejar la realidad” (1908, p.195), y con esta frase se distancia de Mainar, quien había sostenido respecto a que, en casos de urgencia, el periodista podía recurrir al “infundio”, a la invención de datos, para ‘arreglar’ las historias (1906). Ello demuestra que, mucho antes de la importación de los modelos objetivistas del periodismo norteamericano, ya existía en España una inquietud por ceñirse a la  información cierta[6].

 

Ese esfuerzo por la búsqueda de la verdad en los acontecimientos queda plasmado en los ejemplos que los tratadistas suelen poner de repórters que recurren a elaborados ardides para acercarse a la realidad y comprobar los datos, aún a riesgo de ir a parar a la cárcel. En esos casos se reconoce el afán del reportero de ser testigo ocular de los acontecimientos para luego poder contarlos con detalle y autoridad, lo cual supone un punto de quiebre con el antiguo periodismo, muy dado a la mixtura realidad-fabulación.

Mainar (1906, pp. 98-99) recoge casos como el de aquel repórter que se disfrazó de mendigo para hacerse detener y relatar las penurias a las cuales eran sometidos los indigentes en un asilo; o ese otro que logró entrar, travestido de empleado de una funeraria, en una fortaleza de Estado en plena guerra para presenciar un fusilamiento, o el del repórter que simuló ser un camarero para asistir a un banquete de obispos en el primer congreso católico de Zaragoza. El mismo Mainar (98) relata el esforzado despliegue de un periodista en la cobertura de un conflicto, con el objetivo de relatar el acontecimiento teniendo en cuenta lo ocurrido en los dos bandos rivales:

 

En la última y sangrienta guerra civil, en España, repórter hubo, español y trabajando para periódicos españoles, que en una contienda fatigosísima y llena de sorpresas, mucho más difícil de reseñar que la moderna guerra organizada, hizo alardes de una habilidad, de un valor, de una resistencia y de un ingenio, pocas veces superados en la labor informativa (…) Ese repórter se dio el caso que al comienzo de una batalla estuviera en el campo liberal presenciándola, y al terminar el encuentro, en el carlista recogiendo notas, después de haber cruzado, con no pequeños riesgos y dificultades, las líneas de combate.

 

Minguijón (1908, p. 193) también recomendaba al neófito una observación detallada de los hechos. Después de mencionar el caso de un corresponsal en París que envió un relato aburrido sobre unas obras de construcción en la capital francesa, Minguijón aconsejaba poner en marcha primero una minuciosa reportería:

 

Una visita detenida a cada una de ellas [las obras] hubiera ofrecido al corresponsal un campo de estudio, un tema de psicología social. Hubiera visto la obra por dentro, con su ambiente propio, con su especial espíritu; nos hubiera transmitido el detalle ameno, la observación interesante, la sensación de lo vivido.

 

            La clave del periodismo del siglo XX está en esa búsqueda del dato preciso, en revelar lo escondido, porque, como recalca Minguijón (p. 194),

la información más apreciada por el público es la que pudiéramos llamar entre bastidores. Ocurre una crisis política, por ejemplo. Todos los periódicos dan cuenta de lo exterior, de lo que pasa en las Cortes, allí donde hay “luz y taquígrafos”, de las gestiones para formar un nuevo ministerio, etc. Pero tal vez, debajo de todo esto, hay otra historia oculta, más verdadera y humana, otros resortes y otras fuerzas que obran y determinan la marcha de los sucesos sin arrostrar la plena luz de la publicidad. Y eso es precisamente lo que nos da la clave, la explicación real de la escena que ante nosotros se desarrolla y eso es lo interesante, lo sensacional, lo que se lee y se busca, porque es la verdad, mientras que lo otro, lo que aparece en escena puede ser más que convencionalismo, ficción, comedia.

           

Y ya no se quiere más ficción. Así lo manifiesta enfáticamente Jerez Perchet (1901, p. 82): “En ningún caso son lícitas las mistificaciones ni las mentiras, porque abusar de la buena fe de los lectores tiene la significación de una estafa”[7].  ¿Hasta dónde debe llegar el repórter en su pretendida búsqueda de la verdad? La respuesta de Minguijón (pp. 194-195) sorprende por la descripción descarnada de los métodos profanos de un reporterismo que no escatima en ver por el ojo de la cerradura:

La información es un género de historia y “la historia –según Edmundo Heraucourt– se hace hoy escudriñadora y psicológica, busca el detalle, escucha a las puertas y registra los cajones, penetra en la intimidad de las épocas y de las almas, se remonta a las fuentes, sondea las causas, desdeña las grandes frases, y busca las pequeñas, examina lo de entre bastidores más que el aparato exterior y contrasta la mentira oficial con la confidencia indiscreta.

 

Sin embargo, no es la mala intención la que mueve a Minguijón –un autor que se caracteriza por el tono moralizante de su discurso–, sino su deseo de que el periodismo acabe con la falsedad. Como la conciencia ética de los periodistas está en su fase auroral, es comprensible que, por ejemplo, la noción de intimidad todavía no hubiese madurado. Lo que importa es el nuevo ideal que inspira a los tratadistas: una profesión difusora de la verdad. 

 

4. Distinciones semánticas entre repórter, redactor y escritor

 

Dado que son diversos los tipos de escritores que participan en la elaboración del periódico (literatos, filósofos, historiadores, políticos, científicos… intelectuales con buena pluma en general), los primeros tratados de periodismo se esfuerzan por especificar nombres que identifiquen con precisión la actividad de quienes, a criterio de los tratadistas, encarnan el perfil del periodista profesional; es decir, el hombre que está dedicado por entero al oficio. Hay dos palabras que describen  al informador:

 

a) Redactor, término que denota la naturaleza de su oficio, más ligado a la composición técnica y breve[8]  de artículos que a la escritura estética, y también el estatus laboral del periodista, dedicado a trabajar casi en exclusividad para el diario,  y

 

b) repórter, vocablo vinculado sobre todo a la búsqueda y acopio de información para la redacción de noticias[9].

 

Es verdad que el periodista toma distintos nombres a lo largo de los siglos XVIII y XIX, y no es distinto a finales del XIX y principios del siglo XX. Por ejemplo: noticiero, cronista, articulista, revistero, folletinista, entrevistador, colaborador, corresponsal, entre otros. Pero los mencionados son términos que hacen referencia a una actividad concreta del periodista dentro del periódico. Sin embargo, redactor y repórter son los vocablos más usados para nombrar al periodista en general, y ambos ayudan a delinear mejor el trabajo dentro de un diario, como veremos a continuación.

 

La palabra redactor es de vieja data, pero su asociación con el quehacer netamente periodístico se observa en las primeras décadas del siglo XIX[10]. Larra (1835) es de los pioneros en usarla públicamente cuando en 1833 aparece su famoso artículo Ya soy redactor. Fígaro la utilizó explícitamente para referirse al oficio del periodista. Así dice: “(…) Sentí los primeros pujos de escritor público, cuando dieron en írseme los ojos tras cada periódico que veía, y era mi pío por mañana y noche: ¿Cuándo seré redactor de periódico? (…)”. El vocablo repórter, en cambio, es de aparición más tardía. Fue importado del argot periodístico anglosajón[11] y se hizo de uso común en las redacciones del último cuarto del siglo XIX.

 

Los hermanos Ossorio (1891, pp. 29, 52-54) utilizan como palabras comunes estas dos denominaciones (repórter y redactor) para referirse a los hombres de prensa. Dedican un epígrafe entero al repórter político, describen la labor del reporterismo (búsqueda de noticias) y se refieren varias veces al redactor o redactores del periódico. La distinción más nítida la plantea Augusto Jerez Perchet (1901, p. 23), quien hace explícito que el repórter y el redactor pertenecen a dos categorías jerárquicas dentro del periódico: el primero es quien indaga y compila la información (generalmente se trata de un principiante)  y el segundo quien, además, la escribe, dotando a la noticia pura y dura de los respectivos andamiajes verbales.

 

Por ello, para Jerez Perchet (p. 23), cuando un neófito ingresa a la redacción de un diario “su aprendizaje comienza por el reporterismo”; es decir, “por la parte casi mecánica de llevar noticias para que, en vista de los apuntes suministrados, las haga el redactor, dándoles forma y estilo”. Pero será un estado transitorio, hasta que gane experiencia, porque “el repórter, luego que adquiere práctica, elabora por sí mismo las noticias y, avanzando en su carrera, se lanza al suelto de teatros, al de arte y al artículo de fondo”.

 

Sánchez Ortiz (1903, p. 53), en cambio, relaciona la palabra reporterismo con “el relato, la narración de sucesos [lo cual requiere] escrupuloso espíritu en el escritor, y en el director inteligencia experta y serena (…)”. Pero, siguiendo el pensamiento de este autor, si bien el vocablo está relacionado con las dos actividades principales del periodista: buscar la información y escribirla, el término reporterismo expresa el carácter predominantemente indagador del periodismo.

 

Por lo demás, la figura del repórter es la que define con mayor precisión el talento del “periodista de sangre”: su olfato de perro de caza para hallar la noticia.  Por este motivo, Minguijón (p. 201) no dudará en sentenciar: “El repórter es lo que hoy vivifica el periodismo”[12]. Y lo mismo Basilio Álvarez (1912, p. 86), quien añade: “El reporter encarna de manera más característica al profesional [del periodismo]… Nadie como el repórter precisa de lo que hemos dado en llamar instinto periodístico”.

 

Está claro que los primeros tratadistas del periodismo español diferencian muy bien al reportero y el redactor del arquetipo del literato: aquel laureado escritor que colabora en los periódicos y que, por extensión, también se le llama o se llama a sí mismo periodista, pero no redactor ni reportero. Aunque se da el caso de que algunos reporteros o redactores, pasado el tiempo, llegaron a ser eximios literatos (Bécquer, Azorín, etc.), raro será el escritor ya famoso que se siga considerando redactor o reportero, pues estos dos títulos designan un estado previo, germinal, ‘juvenil’, del escritor que se está haciendo, o del hombre de prensa que nunca dará el salto y no se convertirá jamás en literato, bien porque no tiene el talento suficiente (aunque le sobren ilusiones), o bien porque tiene claro utilizar el periodismo como trampolín para la política u otras actividades mejor remuneradas. A lo mucho, un escritor ya famoso dirá que ha sido o es periodista, porque esta denominación es más elástica, y acoge a cualquiera que escriba o colabore en un diario[13]. La designación de periodista tampoco afecta al prestigio literario del escritor, ni a su imagen pública, porque, como explica Humanes (1999, p. 41) “hay que tener en cuenta, además, que las empresas [periodísticas] valoraban más a los escritores [literatos], políticos e intelectuales, que con su firma daban brillantez al periódico, que a los reporteros”. Reportero y redactor hacen referencia a una realidad profesional más específica, depurada y discreta. En síntesis, estos dos nuevos nombres reflejan:

 

a) La dedicación cotidiana y casi exclusiva con la empresa periodística, a cambio de la cual recibe una paga[14]; señal, además, del giro económico del periodismo desde el último tercio del siglo XIX. El reportero y el redactor están al pie del cañón, son los soldados de tropa de la redacción, a diferencia del escritor que colabora eventualmente con los diarios, y recibe más dinero por ello.

 

b) La naturaleza de una artesanía verbal que se va distinguiendo como genuinamente periodística. Por ejemplo, una escritura técnica y utilitaria, sin mayor aspiración que la eficacia verbal para que los mensajes sean entendidos por la mayoría del público. Los contenidos informativos publicados por el periódico son esencialmente divulgativos. El periodismo genera un modo autónomo de discurso, un lenguaje propio, unívoco y estandarizado, que cuajará en el llamado estilo periodístico.

 

c) Unas prácticas propias del oficio periodístico que preceden a la redacción de las informaciones, y que son condición imprescindible para aproximarse a la verdad, a la que todo periodista moderno debe aspirar. Esas rutinas de la profesión se concentran en el reporterismo, la investigación metódica de los hechos que exige, en la medida de lo posible, la presencia física del reportero en el escenario donde surge la noticia. El periodista da testimonio de lo que ha visto y oído; él mismo es partícipe de las historias que verifica. Esto marca una sustancial diferencia con sus antepasados decimonónicos, a quienes no les estaba vedado completar con la imaginación –e incluso aplicándose a ésta por entero– los sucedidos divulgados por ellos en la prensa. Ya entrado el siglo XX, lo periodístico está más ligado con lo realmente ocurrido y verazmente contado, y lo literario, en cambio, se relaciona con la construcción estética de ficciones.

 

5. El valor del periodista y la poca estima de la empresa

 

La pugna entre literatos[15] y periodistas se remonta al último tercio del siglo XVIII, como ya se ha mencionado. Sin embargo, me parece interesante documentar las críticas de los tratadistas sobre esta realidad. Ellos describen la poca estima que se les tiene a los redactores y reporteros, quienes sudan tinta en las redacciones, mientras los escritores de prestigio reciben un mejor trato y estipendios por sus colaboraciones esporádicas.

 

El Manual del Perfecto Periodista (1891, p. 67) explicita las precarias condiciones de trabajo en que se desempeñan reporteros y redactores, a punto de comenzar el siglo XX. Describen una cruda situación que expresa un malestar laboral y cierta amargura[16]:

El periodista es la manifestación más digna de lástima de cuantas figuran en el largo catálogo que forma la gente de letras (…) El periodista es quien mejor que nadie puede hacer prácticamente esta observación. Trabaje, afánese, luche, batalle y se convencerá de que en todo torneo han de resultar indefectiblemente, por zancas o por barrancas, algunas víctimas, y esas, por modo incomprensible, por rigor del hado o la voluntad de las estrellas, son siempre unos: los que, á fin de siècle, se han dado en llamar despreciativamente los chicos de la prensa.

 

Esta expresión desdeñosa, los chicos de la prensa, evoca un estado de adolescencia profesional y de subordinación con respecto a quienes ostentan supremacía en el mundo de la escritura: los poetas y novelistas célebres. Los Ossorio salen en defensa de esos chicos contraponiendo la distinta naturaleza de dos oficios parecidos, pero desiguales, pues uno está urgido de prisas, instinto y eficacia (el periodismo) y el otro está en clara ventaja: tiene todo el tiempo del mundo para pulir primores, y, además, está avalado por un conocimiento intelectual más elevado (la literatura). Así es fácil, dicen los Ossorio (p. 25),

 

lanzar anatemas, dirigir menosprecios y acumular diatribas contra los que obligados por la fuerza de las circunstancias tienen que consagrarse a una labor diaria, ruda, al minuto siempre y maquinal muchas veces, sobre todo si dichos anatemas se entregan a la prensa después de haberles dado forma con el detenimiento debido, hilvanando durante más tiempo del que exige buenamente una censura injusta, ayudado con erudición impresa y corregido en galeradas una y cien veces.

 

Sin embargo, el periodista raso posee aptitudes, sin las cuales un periódico no puede salir adelante. Los reporteros y los redactores son los maquinistas que echan leña a la locomotora de la prensa. Los diarios se publican, sobre todo, gracias al trabajo de estos obreros de la información, sin cuyo esfuerzo la pluma de los grandes escritores en la prensa sólo sería plumaje ornamental:

 

O mucho nos equivocamos, o en análogas condiciones muchos chicos de la prensa que hoy ni valen ni significan en el mundo literario, se habrían conquistado posiciones a las que no llegarían arrogancias que hoy les abruman.  También nos atreveríamos a sospechar, si la modestia de la clase no se quebrantara, que no obstante estar tan en íntimo consorcio la literatura con el periodismo, algunos, muchos de los que capitanean aquella, no serían tan útiles como la mayoría de los chicos de la prensa en la redacción de un diario (Ossorio y Gallardo, p. 25).

 

Los Ossorio enfatizan que las características de un periódico hacen indispensable una clase de escritor distinto del que sólo se preocupa de sacar brillo a sus composiciones. La estructura organizativa del diario, la prioridad de los contenidos noticiosos, la actividad cotidiana y sin pausa del periodismo, sus rutinas industriales y profesionales, su producto informativo que debe adecuarse a necesidades concretas del público, configuran un prototipo de trabajador de las letras con vocación de servicio y, muchas veces, espíritu de renuncia.

 

El periódico, tal como entre nosotros se halla organizado y lo seguirá estando mientras el público no se determine voluntariamente a triplicar la cantidad porque adquiere el número del día, necesita chicos que tengan la habilidad y la resignación necesarias para diariamente realizar, con el tiempo y los sucesos, el milagro de los panes y los peces. ¿Se comprometen los notables novelistas modernos y los aplaudidos autores dramáticos a rivalizar en esta tarea con los que hoy la realizan? (p. 26).

 

 

No podrían comprometerse porque, además de la poca paga, la práctica del periodismo diario reclama del periodista un trabajo casi heroico, una labor que se desempeña, según atestigua Jerez Perchet (1901, p. 71), en precarias condiciones,

 

a costa de esfuerzos inauditos, de una sólida perseverancia, y de vivir al minuto, reloj en mano muchas veces, porque con frecuencia el redactor necesita encontrarse a la misma hora en dos o tres sitios, aunque para llenar sus compromisos le falte el don de la ubicuidad. Tampoco es cosa extraordinaria, que, mientras, por ejemplo, se ocupa en descifrar uno de los muchos telegramas que a las dos y tres de la madrugada tiene en su carpeta, suene la campana fatídica tocando a fuego. ¿Qué hacer entonces? El periodista abandona despachos y papeles, corre al lugar del siniestro, recoge noticias, torna a la oficina y alterna, escribiendo a toda máquina, entre los detalles del incendio y las versiones que el telégrafo transmite.

 

Mainar (1906, p. 97) culpa de la desconsideración hacia los periodistas a los residuos del periodismo ideológico que tanto auge tuvo la España del siglo XIX:

 

Aquí, como consecuencia de la larga y no todavía remota preponderancia del periodismo de ideas, se considera más al articulista que al repórter, al que aun se llama, despectivamente, gacetillero; cuando fuera de aquí, concediendo a la información el ser el alma del periodismo, el repórter es el que tiene mayor consideración y es el periodista profesional, mientras es ocasional el articulista.

           

La consecuencia de esta situación, es que el periodista de planta se siente menospreciado, y por tanto, va represando amargura, o, si tiene talento, se pone como meta convertirse en articulista, para, llegado el momento, abandonar el reporterismo, adquirir fama y ganar unas pesetas más, lo cual, según Mainar (pp. 96-97), va en detrimento del desarrollo de la profesión:

 

El sueldo lleva en sí la idea de una cantidad de trabajo fija, determinada, incompatible con la labor de la información, que no ha de pesarse por gramos, ni medirse por metros (…) Cuando se quieren tener artículos de firmas variadas y acreditadas, por artículos y hasta por líneas se paga al articulista. ¿Por qué no hace lo mismo con las informaciones y los repórters? Así se hace en el extranjero, y si bien resulta difícil regular el valor de una información, no es imposible conseguirlo… [Como no es así], en España, en cuanto un repórter comienza a valer y a adiestrase en su especialidad, pugna por ser articulista y encerrarse en la redacción a decirle cosas al gobierno y dirigir la opinión, tarea mucho más cómoda que registrar los latidos de esa misma opinión y recoger del natural los antecedentes que han de documentar la labor del comento y la apreciación.

 

Las condiciones del periodista en los diarios de provincias son todavía peores, porque, de acuerdo a Jérez Perchet (p. 71) allí “dos o tres individualidades tienen a su cargo todo cuanto se relaciona con la formación del periódico; y esta anomalía exige del exiguo personal conocimientos complejos que no se encuentran ni el hombre más sabio”. Por eso Álvarez (1912, p. 85) proclama: “El repórter es el héroe de las redacciones”.

 

¿Cómo, pues, se puede comparar el resultado de una composición atropellada que sale de las manos de un carbonero de las letras (que antes, muchas veces con el estómago vacío, ha debido corretear por las calles a la caza del dato preciso) con la pieza literaria, el artículo de fondo, esculpidos en el sosiego de un despacho apartado de incendios y telegramas, sin ningún tipo de urgencias? No extraña, por ello, la mirada torva del periodista de tropa sobre sus congéneres privilegiados en el oficio periodístico: los articulistas, aquellos colaboradores literarios –periodistas de otra estirpe– que sacaban lustre a las publicaciones con sus creaciones ingeniosas y mejor estimadas. Los Ossorio (pp. 45-46) ya habían lanzado las primeras puyas, en las que se notan resquemores y celotipias:

 

Dentro de la actual organización de la prensa periódica, el articulista de fondo es un semi-Dios (...) Este endiosado personaje, antes que todo y sobre todo, debe darse aires de tal, para ir haciéndose atmósfera, que es lo que principalmente importa (…) El articulista de fondo parece que no vive en la tierra que habitan los demás mortales. Cóndor humano, se eleva, se eleva a impulsos de su vanidad y ve todas las cosas despreciables y a todos los hombres pigmeos.

 

Sin embargo, pese a ese atisbo desdeñoso, nadie discute que, después de todo, el periodista ordinario no debe pretender ese cielo donde brillan esas estrellas con luz propia. Porque, para empezar, según dice contundente Jerez Perchet (1901, p. 22): “Nadie ignora que no todos los hombres que ocupan puestos en el periodismo poseen bastante ilustración”.  La realidad del redactor común y corriente es ésta, pues, así desee resplandecer, en general,

 

a ese hombre le faltan estudios; y aunque disponga de facilidad para escribir, no ha de valerle este requisito en la natural ambición de aparecer como literato y de adquirir personalidad; esa personalidad que equivale al exequatur del mérito reconocido (…) El periodista que no ha nacido genio se estanca en la mitad del camino y serán inútiles sus escarceos para romper el círculo de hierro de la abrumadora medianía (pp. 23-24).

 

Cierto que el mismo Jerez Perchet (p. 61) arguye que el periodismo requiere del cultivo de la inteligencia, de lecturas, y destaca la utilidad de que el periodista “reúna conocimientos de Filosofía, ciencias morales y políticas, letras idiomas y artes”, pero este sólo será un conocimiento epidérmico y pragmático –no especializado–, para salir al paso de la “urgencia del momento, porque en el periódico el tiempo tiene un valor precioso”.

 

Ya lo habían dicho los Ossorio en 1891 (pp. 51-52), exagerando, por supuesto: “Títulos, facultades, estudios, ciencia… nada de esto debe poseer un buen repórter. ¿Para qué? (…) Debe tener osadía, desparpajo, despreocupación y mucha alma en la espalda”. La formación cultural media del periodista ya no es un tópico esgrimido por los eruditos del siglo ilustrado para desestimar a los plumíferos que redactan los periódicos. La medianía ya no es un agravio: es una realidad incontestable. Y ello influye en la calidad de su escritura.

 

Minguijón (pp. 225-226), incluso, previene a los redactores con condiciones literarias que el periodismo puede estropear su arte, como quien queriendo aprender a interpretar música elevada se entrena con instrumentos rupestres: “El que se entrega exclusivamente al periodismo (…) pierde en él su talento si lo tiene y come en hierba el trigo de su gloria si estaba llamado a recoger noble cosecha”.

 

¿Y cuáles son los talentos que posee el periodista? ¿Sólo hay rastrojos en el periodismo? Por supuesto que no. La misión vital del reportero, desde el punto de vista de los tratadistas, no debe ser sólo convertirse en un reconocido escritor. Aunque precise de un conocimiento básico de la artesanía verbal, y a pesar de que la aspiración literaria va a ser una constante en la mayoría de los redactores (raro será el caso del periodista que no esconda esa secreta ambición), otra es la vara para medir las capacidades del reportero: si bien se aprecia al redactor con dominio de la pluma, la buena escritura es sólo una de las competencias que se le piden (no la única y no siempre la más importante).

 

El periodista debe poseer amplias cualidades: desde las innatas como el ingenio o su capacidad psicológica para olfatear la noticia (“golpe de vista le llama Jerez Perchet”, y reconoce que es un “privilegio otorgado por la Providencia” (p. 79), hasta las más factibles de aprenderse con el ejercicio constante de la actividad, como la habilidad de cubrir un acontecimiento informativo eludiendo con perspicacia y osadía las limitaciones; y otras que priorizan la formación humana, porque, a decir de Sánchez Ortiz (1903, p. 9), el ejercicio de la prensa es “sacerdocio, disciplina, perfeccionamiento, preparación del espíritu del hombre para la vida moral, en cuanto es propagación de la Verdad y del Bien”. Todas esas aptitudes son indispensables y valiosas para el periodismo diario, pero no se les da el debido aprecio en el periódico, y merecen un pago justo, acorde con los estipendios ofrecidos a los colaboradores…. Pero, qué contradicción, cuando bajan al llano, cuando diseccionan el oficio al detalle, otro es el enfoque.

 

Mainar, por ejemplo, defensor del periodismo de empresa, del periódico industria (se queja de que los lectores se han acostumbrado a comprar el “periódico más barato del mundo”, con publicidad depreciada y suscripciones escasas), sostiene que el “cerebro del periodista, y éste es el desolador principio que los hechos sancionan, ha de tener  tales condiciones de adaptación que puedan sus ideas tomar, como los líquidos, la forma del periódico que haya de contenerlas” (p. 24). Una verdadera arte del periodismo esa flexibilidad de la conciencia. El periodista debe tener en cuenta –por encima de cualquier principio– a quien le firma la nómina a fin de mes; es decir a quien le ‘alquila’ su materia gris. Por último, el reportero no debe aspirar a un buen salario, porque el producto de su trabajo diario es rústico, y no se compara al de los artistas: “¡Gran cosa es tener ideas propias! Pero al periodista le es más útil y más necesario tener las propias… de quien las paga” (p. 25).

 

Sánchez Ortiz (1903) hace un matiz de raigambre moral: considera el sueldo del periodista una cuestión básica, pero subordinado al papel primordial de la prensa, porque el periodismo es un servicio público, “magisterio y sacerdocio”[17]; por eso se diferencia de la “multitud de artes y oficios que tienen por estímulo poderoso, compatible con su finalidad social, el lucro”. Resultado: también justifica, aunque con un poco más de rimbombancia exegética, el exiguo salario de los redactores:

 

El periodista no puede tener por aspiración, es decir, por finalidad de su trabajo otra cosa que la satisfacción íntima del deber cumplido, la alegría de sus conciencia (…) Y aunque su trabajo debe ser remunerado (…), es decir, que remunere el desgaste orgánico, devolviendo lo gastado, y siendo suficiente al individuo y, por imperfección de la organización social, a su familia para su vida material y para su decoro social (…) El lucro es una finalidad secundaria para el periodista.

 

En el súmmun del entusiasmo, el clérigo Basilio Álvarez (1912, p. 182), quien fue director de El Debate, sintetiza su ideal del periodismo en una pregunta y una respuesta de amplio espectro: “¿Qué viene a ser el periodismo? El periodismo es una profesión que tiene por objeto que se supriman las lágrimas”. Pero, ¿las lágrimas de quiénes? ¿Compartían todas estas opiniones los periodistas de a pie? ¿Era común, en la práctica, que hubiese reporteros-sacerdotes con afán de servicio, espíritu de entrega y contentos con que el premio de su esfuerzo no fuese una buena paga, sino la “alegría de su conciencia”, una conciencia, además, como ha dicho Mainar, ‘adaptable’ a la ‘forma del periódico’ y condicionada por los escasos haberes que recibe en contrapartida de manos del dueño del medio?

 

No se puede saber con certeza la respuesta, pero es una realidad que los primeros tratadistas del periodismo español analizan su esfera profesional desde una mirada particular que refleja la concepción individual que cada uno tiene del oficio, y que se resume en cuatro posturas que convergen y divergen a la vez:

 

a) La de los periodistas ordinarios que miran el periodismo con cierta amargura y desengaño, aunque disfracen su visión con humor (los Ossorio y Gallardo),

 

b) la de los periodistas con cargos de responsabilidad en el medio (redactor jefe de El Defensor de Granada Jerez Perchet, y director de La Vanguardia Sánchez Ortiz), quienes basculan entre la descripción de cómo es el periodismo  y lo que debería ser;

 

c) la de los periodistas comprometidos con un principio doctrinal (Mingujón y Álvarez tienen sobre todo el propósito de destacar el ideal del periodismo católico), y

 

d) la de quienes están movidos por un espíritu práctico del periodismo como empresa e industria y que no tienen reparo en hablar con crudeza de la práctica profesional. Aquí destaca Mainar.

 

Por eso, aunque esos tratados se publican técnicamente como libros, parecen más –sus autores son periodistas al fin y al cabo– crónicas periodísticas sobre el periodismo de su tiempo. El componente testimonial está por encima de las intenciones académicas, que los mismos autores desestiman en las presentaciones de sus obras.

 

6. Conclusiones

 

Pese a que los primeros tratadistas asumen, al menos declarativamente, la defensa de un periodismo de empresa moderno, y acusan la necesidad de mejorar la condición laboral del periodista, reconocen que la realidad de reporteros y redactores de principios del siglo XX es muy precaria: realizan sus tareas en las circunstancias más adversas, no son valorados debidamente por los dueños del periódico –en consecuencia, sus salarios son deficientes– y el aprendizaje del oficio es netamente empírico, intuitivo. Todo ello influye en que la calidad de su trabajo también sea bastante inferior  a la de otro tipo de escritores, más ilustrados y talentosos, que colaboran en los diarios.

 

La insuficiencia cultural del periodista de tropa es mirada con una doble perspectiva por los tratadistas: Coinciden en que el periodismo necesita una mejor formación, pero no tanto que llegue a la erudición. Lo que ya era un tópico desdeñoso en el siglo XVIII respecto a la cultura mediana del periodista, es a inicios del XX no sólo una evidencia, sino, una gran ventaja. El periodista sólo debe redactar “información y sólo información” y debe limitarse a reseñar los acontecimientos. De los temas especializados, ya se encargarán otro tipo de escritores (Mainar, p. 197).

 

De las descripciones que hacen de la profesión, ¿qué entienden por periodismo los tratadistas? Estos personajes no dan conceptos ni definiciones, y a veces las aproximaciones teóricas al oficio son etéreas o se diluyen en curiosas metáforas, según la intención de su autor. Conciben el periodismo no sólo como un poder del Estado, sino también como profesión al servicio de la sociedad. El periodismo, según dicen, ya no debe ser un vehículo para defender posturas políticas (y rechazan, por antiguos, a los que seguían este camino). La prensa ahora desempeña un papel fundamental en la articulación social. Pero también es empresa y negocio, por tanto, siempre van a estar en conflicto el ideal de servicio a la comunidad (defendido especialmente por el periodista vocacional), y los intereses económicos y particulares de los propietarios del medio.

 

¿Quién es el periodista dentro del periódico? Los tratadistas hacen una interesante distinción, pues consideran periodista de sangre al reportero: al profesional hábil e ingenioso que cubre la noticia, escudriña el dato, descubre la información y, por encima de todo, tiene vocación de justicia para revelar lo escondido y solucionar entuertos.  Según ellos, ésta es la condición esencial para ejercer el periodismo moderno. ¿Y qué son los articulistas, los colaboradores literarios, los críticos y los intelectuales que incursionan en el diario? Escritores en el periódico, necesarios para formar opinión e ilustrar a los lectores, porque la educación y el entretenimiento del público también es misión del periodismo. Por tanto, esos escritores son periodistas en tanto participan habitualmente de los fines del periodismo y del periódico. Pero son periodistas de otro tipo.

 

¿Son el escaso salario, las precarias condiciones del trabajo periodístico, o el sometimiento a las imposiciones ideológicas o empresariales de los propietarios las únicas causas de la amargura y el desencanto que expresan muchos periodistas de tropa? Hay una realidad de la que se habla poco, pero está allí, y en los primeros tratados aparece dibujada. La mayoría de jóvenes que eligen el periodismo tienen aspiraciones literarias: sueñan con ver sus nombres en letras de molde, que sus textos perduren e influyan en la sociedad. Buscan prestigio. Varios lo logran y utilizan el periodismo como posada de juventud para luego dar el salto a la gloria literaria. Pero son legión quienes, por falta de talento, una vida bohemia, etc. se quedan en el camino. Para un profesional, cuyo oficio impone escribir bien, las pretensiones literarias son legítimas y estarán presentes en su horizonte vital. Pero quien sólo ejerza el periodismo motivado por esa ambición, si no la logra, terminará con esa especie de amargura que destilan algunos reporteros viejos.

 

En cuanto a la enseñanza sobre cómo debían escribirse los textos periodísticos, los primeros tratados de periodismo dan recomendaciones generales –al estilo de las preceptivas literarias y retóricas–, dispersas en los variados capítulos de las obras. Pero no se distingue una rigurosa y sistemática didáctica redaccional. Sí plantean una clara distinción entre los textos informativos y los de opinión (entre la noticia y el comentario), y destacan la información como genuina del periodismo. Pero habrá que esperar hasta 1930 para que el periodismo español tenga por fin una obra que sistematice y articule una preceptiva moderna de redacción periodística, que incorpore las enseñanzas que se daban al otro lado del Atlántico.

 

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[1] Este trabajo forma parte de los resultados del grupo de investigación de la Universidad San Jorge “Comunicación, periodismo, política y ciudadanía”, reconocido como grupo consolidado por el Gobierno de Aragón.

[2] Aunque Larra había afirmado en 1835 que  “en todos los países cultos y despreocupados la literatura entera, con todos su ramos y sus diferentes géneros, ha venido a clasificarse, a encerrase modestamente en las columnas de los periódicos” (en Pérez Vidal, 2000, p. 437), los literatos eruditos del XIX, herederos de los habitantes de la República de las Letras del XVIII, siguieron mirando con desprecio a los periodistas incultos y al periodismo ramplón.

[3] Como han documentado Casasús y Núñez Ladeveze (1991, 56), existen otras publicaciones en Cataluña, pero la  Periodística no las suele considerar en la lista de obras fundamentales. Éstas son: Com és fet un diario, de Joseph Morató y Grau (1906); La acción del sacerdote en la prensa (1907), y La importancia de la prensa (1908), ambas de Antolín López Paláez, y Trascendencia del periodismo per a la propaganda y consolidació del ranaixement y restauració de la nostra llengua, de Joan Torrendel (1908). Por mi parte, también me he limitado a los libros aceptados por la tradición de estudios de periodismo en España, y a los cuales he tenido acceso.

[4] Los autores de los primeros compendios de periodismo no son descollantes figuras de las artes literarias, ni tampoco preceptistas literarios de oficio. Algunos destacaron en la Política y el Derecho. Es verdad que algunos como Carlos Ossorio y Gallardo y Augusto Jerez Perchet escribieron obras poéticas, pero son más conocidos por su trabajo sobre periodismo (García Galindo, 1999).  Ángel Ossorio destacó, más bien, en el plano jurídico y político, y escribió varias obras sobre jurisprudencia. Por su parte,  los hermanos Ossorio conocían muy bien el periodismo no sólo por su contacto directo con el oficio, sino también a través de su padre, Manuel Ossorio y Bernard, veterano periodista y prolífico autor del famoso Ensayo para un catálogo de periodistas españoles del siglo XIX, publicado en 1903. Salvador Minguijón destacó también en el ámbito de la jurisprudencia y publicó varios libros sobre esta materia, pero le apasionaba el periodismo y fue cofundador de la revista La Paz.

[5] Flórez Villamil (1900, p. 380) decía del periodismo, ya iniciado el siglo XX: “Su importancia literaria se reduce a ser un medio de difusión de las composiciones, que tiene grandísimas contras para el progreso de la literatura, porque los escritos de las redacciones, hijos del momento y basados sólo en impresiones superficiales, no suelen ajustarse á los preceptos de la retórica, é incurren en grandes é imperdonables defectos, que causan un daño no menor al idioma y casi pudieran citarse como modelos de pésimo gusto literario”.

[6] Incluso, en el primer tratado del siglo XX, el de Jerez Perchet (1901, p. 25), se menciona el principio ético del “secreto profesional” que tiene “mucha importancia para el periódico”, lo cual está relacionado con la honestidad profesional.

[7] De la misma opinión es Francos Rodríguez (1924, p. 45), quien, casi un cuarto de siglo después, afirma: “La imaginación pide al arte que facilite y avalore sus tareas con acontecimientos y personajes recogidos de la realidad; así nacen las novelas y los dramas que el público sanciona. El periodista también los compone sin inventarlos, con sucesos verídicos; dramas eternos de las venturas, congojas y fierezas humanas; novelas imperecederas del amor, pesadumbres y miserias, que alegran o entenebrecen nuestra existencia”.

[8] Según Corominas y Pascual (1980, p. 824), Redacción, y, por tanto, redactor, provienen del latín redactĭo, -ŏnis, nombre de acción de redĭgěre: reducción, o bien reducir algo a cierto estado. De la etimología se puede inferir, pues, que redactar (de redactus), “poner en orden y por escrito”, hace referencia a escribir con la voluntad de reducir lo que se escribe. Y desde el inicio estuvo claro que una de las características más nítidas del lenguaje utilizado en los periódicos es la brevedad. Así pues, el vocablo redacción venía como anillo al dedo para nombrar un tipo de escritura breve como es la periodística.

[9] De acuerdo a Echegaray (1898, p. 146), la palabra reportar (“traer o llevar”, según uno de sus significados) proviene del latín reportãre, “volver a traer, alcanzar, conseguir”.

[10] La palabra redactor aparece en 1817 en el Diccionario de la lengua castellana por la Real Academia Española (p. 738), y hace referencia desde un inicio a la persona que se dedica a redactar; es decir a “poner en orden autos, providencias, noticias y avisos”. En la edición de 1884, faltando casi un cuarto para terminar el siglo XIX, la RAE ya habla de Redacción como “conjunto de redactores de una publicación periódica”, lo cual denota claramente que la figura del redactor estaba plenamente vinculada al oficio periodístico (p. 908).

[11] Corominas (1981, 616) explica que repórter es un anglicismo, del cual se derivan las palabras castellanas reportero, reporterismo y reportista. De hecho, los primeros tratadistas la usan muchas veces sin la tilde, conservando la escritura anglosajona. Reportaje (“información periodística”), en cambio, deriva del galicismo reportage, palabra francesa que, sin embargo, también proviene del término inglés reporter.

[12] Al igual que Mainar, Minguijón menciona varios ejemplos de ‘hazañas’ periodísticas de los repórters, como el caso de aquel que, viendo ir juntos al juez de instrucción y el procurador de la República, olfatea que allí hay una noticia: los espía, se sube escondido en el carruaje en el que iban los funcionarios y viaja así veinticuatro kilómetros, hasta que llegan a una casa donde se había cometido un crimen. El repórter se esconde en un armario y escucha todo el interrogatorio al asesino. Al día siguiente ambas autoridades se sorprenden de ver publicado el periódico, in extenso, las preguntas y respuestas del acto judicial.

[13] Ossorio y Bernard ya lo había dicho en 1877 en La República de las letras (p. 80): “Son periodistas todos cuantos contribuyen a la formación de un periódico, ya escribiendo algún artículo, suelto o gacetilla, ya cortándolos de otros periódicos, ya limitándose a ir por noticias redactadas a los Ministerios o Casas de Socorro”..

[14] Dedicación casi exclusiva porque, según ha documentado Humanes (pp. 43-44) todavía los sueldos de los redactores siguen siendo bastante bajos. Sólo los periódicos de empresa, como El Sol y ABC, y también los llamados diarios del Trust, ofrecían salarios dignos: entre los 6.000 y 9.000 reales. En cambio, los viejos periódicos de partido mantenían los sueldos deficientes del siglo XIX: 18 ó 20 duros, lo cual obligaba a estos periodistas a combinar su oficio ejerciendo como funcionarios sin tareas, o como amas de cría que durante mucho tiempo perduraron en las redacciones, o el famoso fondo de reptiles, como se le llama a los pagos secretos que reciben los periodistas a cambio de publicar noticias favorables a oscuros intereses. En cuanto a sueldos, Sánchez Ortiz (p. 33) compara el periodismo con los oficios más humildes de entonces: “la albañilería en sus primeros grados, la limpieza pública, el servicio doméstico…”.

[15] Utilizo el término literato en su amplia acepción de persona versada en letras, con excelente dominio del lenguaje estético; es decir el escritor eximio que no sólo se dedica a la producción de obras poéticas, sino al autor proveniente de cualquier disciplina con talento literario y capacidad divulgadora.

[16] Vélez de Aragón, en Memorias de un periodista, (1890, p. 4) ya había retratado con crudeza la vida de los redactores de periódicos de finales del XIX, quienes debían escribir con la idea en la cabeza del “hambre de su esposa y de sus hijos, para redactar el artículo acerca de la cuestión social de Alemania, los aprestos militares en Turquía o el tratado de comercio con Inglaterra”.

[17] La consideración del periodismo como “sacerdocio” era una idea decimonónica que ya había sido cuestionada por varios autores como Isidoro Fernández Flórez (1898), quien dijo que ese era un pretexto para no remunerar bien el trabajo de los periodistas.  Gómez de Baquero afirmaba (1898) “Ya no se considera al periodismo como un sacerdocio (‘hasta la frase se ha hecho ridícula y ha habido que archivarla’ (en Seoane y Sáiz, p. 47). : Historia del periodismo en España. 3. El Siglo XX: 1898-1939, Madrid: Alianza Editorial, p. 47.

 

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